martedì 16 novembre 2010

De muros y pasajes


El fin de semana pasado fui al Iztaccíhuatl, la gran mujer dormida. El viaje en coche desde mi casa fue revelador. Resultó que pasamos por diferentes pueblos del Estado de México donde las vías abandonadas del ferrocarril gritaban su resistencia a marcharse de éstas tierras...gritaban el recuerdo de todos los trenes que por ahí pasaron contando historias de mercancías y personas. Pero...de pronto, abruptamente, las vías se bloqueaban con un viejo vagón estacionado convertido en cafetería. Hasta aquí llegamos, decían. Toma y calla. El tren no pasará más por aquí, puedes estar tranquilo.
Y yo pensaba en lo nuevos que se veían los carteles en forma de equis que decían: Cuidado con el tren. Y pensaba en cómo se veían ésas tierras en el novecientos, y en mi tatarabuelo (anti revolucionario aunque usted no lo crea), y bueno en muchas cosas...de pronto otra vez todo fue interrumpido por la noticia "todo lo que tenga que ver con el ferrocaril ahora es de los gringos, cada tornillo, cada cosa". Tragué saliva. Ya no supe qué pensar.
Siguiendo el camino observaba el deterioro de las calles, de la gente. Sus pueblos abandonados como sus propios cuerpos. El ruido visual y auditivo. Los olores a veces placenteros y a veces chocantes y agrios que se peleaban por el predominio de mis fosas nasales. El polvo y el aire seco y fresco. Y cantaba canciones con las que sólo yo me emocionaba porque me situaban en un lugar lejano e igualmente conocido.
De pronto la voz de mi madre dijo: "miren, hasta allá vamos", señalando el cielo. Yo volteé y dije para mis adentros: "¿a dónde?, ahí no hay nada...sólo una nube gris con forma de muro". Y al fijar mi vista dos segundos más me espanté...ahi estaba la cima del Izta...la cima invisible que se dibujaba tímidamente atrás de no sé qué cortina de humo.
Kilómetros adelante la gentileza del mundo se fue dibujando por la carretera. Todo empezó a ser verde y espeso. Como una puerta maravillosa al final de un purgatorio o como una fila de taquilla en un parque de diversiones (cuando te mueres de ganas de pasar porque ya sientes la adrenalina en el estómago bajando por las sinuosas curvas de una montaña rusa...aunque yo de eso no tengo la menor idea).
Y poco a poco...el paraíso. Con su frío y su polvo celestiales. El bosque y su voz ronca y serena dando la bienvenida. Estábamos atravesando el muro gris.
Al bajar ya quedaban pocas horas de luz y nos apresuramos a armar las casas de campaña (la nuestra resultó ser todo un misterio y se resistía a quedarse quieta). La noche fría nos alcanzó y encendimos la fogata.
Dormimos tranquilos. Quizá yo dormí ligera porque el frío me daba miedo. Aunque el miedo era más que el frío mismo. Al amanecer las gotas de hielo derritiéndose sobre la superficie de la casa nos despertaron y nos obligaron a levantarnos.
Y no daba crédito a mis ojos al ver ese lugar de día...era enorme. Jamás jamás jamás imaginé una cosa así...el muro gris me había hecho vivir en el engaño...ese muro me había escondido este enorme mundo. Y mientras giraba mi mirada embobada me topé con un monstruo terrible...otro muro, o el mismo...pero otra de sus caras. El haber entrado en el paraíso no significaba poder dejar de admirar la barrera desde el otro lado...y esta vez lo miraba desde arriba. Esta vez era horizontal.
Me enojé...me enojé mucho. Me hubiera gustado gritarle a todos desde allí el asco que me daba todo ese mundo tremendo de abajo. Todo ese ruido y ese polvo. Todos los valores vendidos y los viajes interrumpidos. Los deseos hechos pedazos y vueltos aire negro. El mundo de abajo con sus insignificantes insinuaciones llenas de pomposa supercialidad. Todo eso nos ha hecho invisibles...si no se detiene va a llegar un día en que la entrada al paraíso se nos cierre por completo, y el bosque no nos abra los brazos generosos en un abrazo. Pareciera que sólo nos deja entrar ahora para que veamos la porquería en la que nos hemos hundido.
Ya sólo pude dedicar mi estancia a donarle amor al paraíso. Y al volver tuve que decir todo esto.

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